lunes, 13 de septiembre de 2010
Nuevos Elementos (herramienta 1) - Teléfono Celular
sábado, 28 de agosto de 2010
Arquitecto de tu libido.
miércoles, 4 de agosto de 2010
Melancolía Otoñal
Creo en la nobleza de la cuestión. Aunque me pregunte sendas veces si es tan noble extrañarte. Puedo jugar algunos papeles que no me corresponden con más de una persona que no me corresponde, con el único fin de deducir una idea que no me conduce. Y es solo que no me conduce. Al menos si me condujera a un callejón sin salida… estaría feliz.
¿Sabés cuántos pensamientos inútiles y no tan vacíos llegan a mi entrecejo en una hora? Quizás te limites a reflexionar arduamente una milésima de segundo. Es precisamente esa fracción de tiempo la que ejecuta una guillotina que me condena a extrañarte.
Entiendo perfectamente cada excusa expuesta, cada reproche abofetado y cada desprecio engendrado, pero estos soplos de viento de nada me sirven en una tarde de otoño.
Entender no es lo que pretendo. Solo pretendo alcanzarte. ¿Y dónde estás? Lejos. ¿Por qué? Es la circularidad de la cuestión: siempre volver a los factores, a las ramas del árbol que entretejieron este final poco esperado. Al menos por mí.
sábado, 24 de julio de 2010
Oferta: Lobotomizador.
Este procedimiento se refiere comúnmente a
toda clase de cirugías en los lóbulos frontales del cerebro;
sin embargo, debe llamarse propiamente lobotomía
a la destrucción de las vías nerviosas
sin extirpación y lobectomia cuando sí haya extirpación.
Parte I
Ni Gingsberg, ni Kerouac, ni Burroughs. Mucho menos Bukowsky. Ninguno. Tomo la lupa de veinte para transformarla en hielo negro, lúgubre. Beatnik posmoderno. Beatnik con celular, con monitor y con una Nikon D40. Sin jeringas, sin cadillac, sin LSD24, sin cocaína, sin eucodal, ni cucharas quemadas, ni yage. Mi ayahuasca se respira en la vereda, en la cocina, en el patio y por sobre todo, frente a veintiún pulgadas de imágenes. No importa la cantidad de pulgadas, el resultado es el mismo. Me detengo con mi lupa helada y ennegrecida frente a un plato de vegetales frescos. El resultado es el mismo. Aunque mi lupa, en pleno uso de su función, me comunica lo contrario. Una felicidad pequeña, un monto de afecto mínimo, depende necesariamente de catorce pulgadas. Interpreto ironía y esbozo una sonrisa soberbia, hastiada. Catorce, el número de la infinidad. Catorce, el mínimo para observar felicidad... infinita. El resultado es el mismo, aunque se discrimine el tamaño. Aunque un sujeto, o dos, o cinco, diez, catorce, no lo discriminen. Por algún motivo, el cocainómano depende de las dosis constantes para la sensación de placer constante. Sin cuestionar el motivo, se dirige cómo puede allí donde ve dinero y luego allí donde ve cocaína. Quizás en un inicio le basta una dosis rápida, breve. Una línea, un pase, un firulazo. Y así, cada gránulo de harina aspirado se arroja a unos alveolos hechizados que, por cada respirar, solicitan con gemidos una nueva dosis. Por cada latido de corazón, una voz susurra "dosis" muy cerca del encéfalo. Un pase. Algo mínimo. Catorce pulgadas. El resultado es el mismo.
Con un tenedor de acero brasilero intento coger un poco de los vegetales. Lento lo acerco al plato, lento se transforma en un tenedor de cristal, gélido y negro. Recojo sin sobresalto un poco de lechuga, un poco de tomate y lo llevo a mi boca, masco y trago. Tomo la lupa fría una vez más y me comunica risas, dentro y fuera del lobotomizador. Como los junkies, si aumenta la dosis, aumenta el placer, aunque el resultado sea exactamente el mismo. Si aumenta la dimensión diagonal, mayor la felicidad.
Parte II
Soy testigo de la diversidad de tamaños que se depositan en salas de estar. A su vez, reflejan status y me tomo la libertad de creer que la felicidad copula impunemente con la economía. La lobotomía nunca ha sido tan voluntaria. Dichoso Bradbury, quien me obsequió en última instancia la lupa que estropeé o pulí, como quiera tomarse. No hace falta la lupa para entender que quién tenga un lobotomizador de catorce pulgadas, aspira a poseer uno de, por lo menos, veinte pulgadas. Así, quien posea uno de veinte, aspira a un incremento de, por lo menos, veintiún pulgadas. Mayor tamaño, mayor imagen, mayor felicidad, mejor la dosis. El adicto depende de pocas facultades mentales para satisfacer su necesidad de droga lobotomizadora. El adicto, necesariamente, prioriza el placer mental y por esto, se impone deudas por sus dósis. La lobotomía nunca se ha pagado en cuotas eternas. Tomo una jarra con agua, la botella ennegrece y se congela. Tomo un vaso para servir el agua y sufre el mismo destino. Discrimino las mutaciones para hidratarme con tranquilidad. Marcho con el vaso oscuro y mi lupa hacia otra habitación.
Parte III
Una imagen nítida en definición es vomitada en cuarenta y dos pulgadas diagonales. Una imagen tridimensional y casi palpable. Una imagen inútil para pocos, referencial para algunos y llena de una felicidad indiscutible para muchos. Observo con la lupa y cada pixel colorido se asemeja a los colores alucinógenos del ácido lisérgico. La mirada de los adictos destellan en pupilas dilatadas. Sonríen estupefactos sin una lupa, con el nervio óptico sobreestasiado. Intento persuadir a uno de los junkies posmodernos, me acerco tranquilo, sin preocupación a la vista.
-¿No te apetece observar con mi lupa? -con una sonrisa entre mis mejillas, supongo que la idea será aceptada, pero el adicto ni siquiera puede contestar. La adicción detiene la recepción de neurotransmisores, detiene la total ejecución de las facultades mentales, detiene su cerebro tanto como su existencia. Al fin, atina a contestar un enfurecido "No molestes. No quiero terminar de ese color", para luego expulsar una carcajada sin motivo. Al menos yo, no encuentro motivo.
Parte IV
Me retiro al baño y comienzo una reflexión que no vale siquiera el esfuerzo de escribir. Me detengo en el punto en que le atribuyo la culpa a mi lupa. Es poco agradable a la vista, es poco atractiva. Es negra, de hielo. Poco agradable al tacto. Puedo reconocerlo aún cuando mi encanto por ella es inigualable. Corro mi mirada hacia la lupa, la observo, sonrío y mis ojos deben brillar en este momento. Por algún motivo, mis ojos siguen el mango de la lupa y siguen hasta la mano con la que la sostengo. Me horrorizo. Mi mano: negra como el carbón. Raudo me acerco al espejo, mi piel, mis dientes, mis ojos, mi lengua, negras como el petróleo. Corro fuera del baño, una de las habitaciones, repleta de adictos con narices empolvadas que rien frente al lobotomizador gigante. Otro cuarto, pequeño y modesto, con dos ancianas en las mismas condiciones risueñas, pero con jeringas de heroína en las manos y en la mesa, frente al lobotomizador pequeño de catorce pulgadas. En una tercer habitación, un niño de cinco años aproximadamente, juega con un rompecabezas hecho de ácido lisérgico, con un lobotomizador que arroja sujetos disfrazados de dinosaurios. Lógicamente, rie a carcajadas y se lleva una pieza del rompecabezas a la boca. Mi pánico se incrementa. Corro hasta la calle y me calmo.
Parte V
Me siento en el cordón de la vereda y respiro con profundidad. La calle solitaria me observa, me contempla, me protege, me cobija. Suspiro. Prendo un cigarro y pienso inútilmente qué hacer. Pasan diez minutos, veinte minutos, media hora y en el hilar de pensamientos se entretejen risas que provienen del interior. Una dicotomía trivial me atormenta, arrojar la lupa y destruirla, o lidiar como se pueda con la lupa y confiar en su sabiduría. Opto por la primer opción, con dudas, pero el exilio me resulta despreciable. La tomo entre mis manos y la arrojo con la mayor de mis fuerzas hacia el suelo de marmol. Nada. Solo rebota. La piso, salto sobre ella. Nada. El resultado es el mismo. Miro el cielo y tomo con mis manos mi cabello, arrojo un suspiro al viento para que se confunda la ayahuasca dulce del aire con mi vapor húmedo. Cierro mis ojos, miro la lupa indestructible en el piso un momento y la recojo. La miro, aclaro la garganta, la guardo en el bolsillo de mi abrigo, tomo aire y vuelvo a entrar. Una vez más, el resultado es el mismo. Siempre el mismo. Sea dentro o fuera. Dentro o fuera, es inútil, en la feria de vanidades.
eze.
miércoles, 21 de julio de 2010
Abrazo invernal
Desorbitar las moléculas y desordenar el tiempo. Una súplica de estímulos adyacentes en gorgojos de niebla blanca. Incorporar al súbdito de castigos en armarios de seda. Lamentar cada suspiro de insomnio y escupirlo en extravagancia. Una bufanda y un chaleco. El invierno que llega en soplos de viento gélido desde el sur. Caminatas apresuradas con manos en los bolsillos de cada grueso abrigo. Gorros de lana, inundan las cabezas de cada existencia efímera y cobijan conciencias en discurrir. Por cada exhalar, asciende una nube húmeda. Tan húmeda como humana. Tan húmeda como los recuerdos. El cielo gris. Mil nubes abrazadas entre sí, o que abrazan el celeste detrás de ellas en un intento inútil. Abrazos de invierno. Tipicidad de estación. Leña, sofá y abrazo. Abrazar el hilo de los guantes, abrazar con los labios la temperatura del café, abrazar las piernas debajo de la frazada, abrazar tazas entre manos sedientas de calor humano, abrazar toallas, mantas y manteles, cucharas, caldos, calderas y caderas. Abrazar con el antebrazo, con el codo, con las rodillas, con el pubis, con la boca, con los oídos y con los ojos. Abrazar en el amanecer, abrazar en el mediodía, por la tarde, por la noche en una estación de trenes. Abrazar para contemplar la nieve, para acompañar el compás de cada copo, para copular. Abrazar... el frío.
foto: Romina Rocío Degasperi
modelo: eze.
texto: eze.
lunes, 19 de julio de 2010
Miedo (Carta desnuda en período de espera)
Con amor...
Miedo
1. m. Perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario.
2. m. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.
Real Academia Española
Muchacha ojos de papel,
¿adónde vas?
Quedate hasta el alba
Muchacha pequeños pies,
no corras más
Quedate hasta el alba
Sueña un sueño despacito entre mis manos
hasta que por la ventana suba el sol.
Muchacha piel de rayón,
no corras más,
tu tiempo es hoy...
Spinetta, Luis Alberto
Se me ocurre parir palabras capaces de atravesar ondas cerebrales. Sin intención de convencimiento abrupto. De algún modo, es solo una solicitud más ante columnas de cristal que nos separa. Un arrepentimiento movido por desencanto de formularios. El olvido es parte de los recuerdos ásperos. Conectemos los abrazos, enlacemos nuestras atenciones y nuestras intenciones. Fragüemos recuerdos futuros, escribamos cada tropiezo con tinta y papel. Y que las teclas lamenten su inutilidad entre escombros de fotografías. Encontremos nuestros latidos simultaneos como relojes a destiempo. No seamos diacrónicos, seamos complementarios. Te propongo coleccionarnos. Te propongo consuelo entre lágrimas sincronizadas. Te propongo destituir reyes y reinas hasta despedazarnos y así, volver a coleccionarnos. Te propongo sinceridad y no indiferencia. Te propongo pasión. Te sugiero que me tomes, que me bebas. Te sugiero mis labios, mis brazos, mis ojos. Te propongo. Me sugiero.
El témpano de derrite en metros cúbicos. Una taza de café y las vicisitudes de cada nube que se choca en un cielo tenebroso. Diluvio de verano. Intermitente, como nuestro pasar o nuestro pesar. Peces y dientes. Semillas y narices. Perfume de cuerpos tostados por un fuego incontrolable. Tus deseos, mis deseos. Empatía nítida entre relámpagos nocturnos de incandecente insomnio. Voces al teléfono que se entrelazan en un diálogo que por momentos es susurro. Un susurro suave como frazadas llenas de anatomía. Un susurro que reclama y que dispara balas de aluminio prensadas en desnudez emocional. Un susurro incomprensible en el contenido de la oratoria. Un susurro que roza la contradicción, pero es un susurro que completa cambios y efectúa premisas coloridas, pintorescas. Un susurro imperioso. Un... te quiero.
Y esperó que dispare todas sus balas de negación por última vez. Que lo acribillara en una pared pintada de blanco soledad, para no poder ver su sentir de impotencia y su expresar de indiferencia con una mirada letal y avasallante.
martes, 13 de julio de 2010
Abulia.
La inquisición del cementerio milita detrás de sonrisas inútiles. Agilulfo toma su espada y atraviesa su armadura sin derramar líquido vital. Hazaña inalcanzable, hazaña perfecta, circular, invisible, inexistente. Así irrumpe en realidades colectivas para decidir destinos efímeros. Contempla las aves, las ardillas, las mujeres, los caballeros, los yelmos brillantes y cada elemento cobra necesariamente su color visual.
La herejía de pensamientos suicidas y el goce particular de la soledad se niegan y se confirman circunstancialmente en el vello púbico, en erecciones latentes, en orgías simultáneas de magnitudes incalculables, en lo plebeyo, en lo cortés. Eyacular vestigios poco nítidos de aquello inusual e inútil es la misión de los campeones, su desayuno y su cena vomitiva, hedionda de menstruación. Lascivia indecente contemporanea, extensión de conciencia y aromas dulces. Alucinógenos para avasallar al planeta y comprender, construir y recordar praderas de lavanda, racimos de uva y castillos renacentistas. Melomanía colmada de sexo imprudente por su negociación salival, por su tacto de gemidos ficticios en una noche de invierno. Vestiduras derramadas en un suelo oscuro y el calor de los cuerpos que acondiciona el clima árido y nival en temperaturas tropicales. Sexo fugaz, sexo indiscriminado, sexo compulsivo, sexo patológico, sexo azul, sexo barnizado, sexo en pocas palabras. Sexo. Imitación de la adicción. Penetración y gritos de placer entre sábanas húmedas de sudor, entre latex y cuero, entre violencia y ceguera. Gemidos musicales hipnóticos e inconscientes que se atan y desatan por la voluntad del clero, de la burguesía, de los campesinos y de las brujas. Que se pegan y despegan entre flujos sin amor, únicamente por experimentación. Lascivia, inquisición, destrucción y ceguera, solo eso, solo eso. Solo eso y unos ojos cerrados que acompañan una sonrisa ornamental de la abulia para finalizar el clímax.
Relatos con pan - eze.